martes, 30 de septiembre de 2008

VERMEER Y EL TIEMPO PERDIDO

Lo primero que llama nuestra atención cuando nos acercamos, bordeando el canal, a la iglesia vieja de Delft es la inclinación de su torre. En su arriesgado desprecio por la gravedad nada tiene que envidiar a la de Pisa. Se sospecha que la causa fue el desvío del río, que se llevó a cabo para hacer sitio a la iglesia, edificada en consecuencia sobre terrenos inestables. En 1843 el Consejo de la Ciudad decidió derribarla por temor a que se viniese abajo. Por fortuna, el plan no se ejecutó y nada nos impide disfrutar hoy del elemento menos calvinista del edificio.

El interior de la iglesia es sobrio. En las paredes blancas, coronadas por un techo con forma de casco de barco invertido, sólo destacan los vitrales. Unas cuatrocientas personas, según reza el texto que recogemos en la entrada, están enterradas entre sus muros: varios héroes del mar; un científico (Leeuwenhoek); y diversos artistas, entre los cuales se encuentra Johannes Vermeer, quien nos ha traído hasta aquí. En el suelo de piedra dos lápidas conmemorativas le recuerdan. Una señala el primitivo emplazamiento de la tumba y la otra, mayor en tamaño, el actual.


Poco se sabe de la vida de Vermeer y de su formación artística, el halo de misterio que envuelve su obra se extiende también a su biografía. Apenas una treintena de cuadros suyos han llegado hasta nosotros, la mayoría escenas domésticas de apariencia realista. Son pinturas que muestran un exquisito tratamiento de la luz y del espacio. Carecen de ornamentos a pesar de haber sido realizadas en pleno apogeo del barroco. Si algo las caracteriza, es la serenidad. En sus obras de madurez, Vermeer fue eliminando progresivamente indicios acerca de la acción de los personajes y de las relaciones entre ellos, lo que confiere a sus pinturas una suerte de intemporalidad. Los motivos se repiten: estancias iluminadas desde la izquierda, con objetos o paños en primer plano que alejan al espectador; personajes concentrados en una actividad: mujeres leyendo cartas o tocando instrumentos musicales, envueltas en un atmósfera enigmática.


Vermeer no se prodigó en la pintura de paisajes pero nos legó una sorprendente vista de su ciudad natal. Con motivo de su venta en Ámsterdam, el 22 de mayo de 1822, para ser adquirido por la Mauritshuis de La Haya, su emplazamiento actual, se ofreció la siguiente descripción del cuadro “Vista de Delft”: "Esta pintura, la más importante y la más célebre de este maestro, cuyas obras son escasas, representa la villa de Delft sobre el Schia; puede verse la villa completa con sus puertas, torres, sus puentes tal y como eran; en el primer plano hay dos mujeres hablando, mientras que a la izquierda algunas personas parecen prepararse para embarcar en una gabarra. Delante de la villa varios navíos y embarcaciones. La manera es audaz, de las más poderosas y magistrales que puedan imaginarse; todo está agradablemente iluminado por el sol; la tonalidad del aire y del agua, la calidad de las construcciones y de los personajes forman un conjunto perfecto, y esta pintura es absolutamente única en su género". En realidad, Vermeer adaptó el perfil de la ciudad a sus necesidades reubicando los edificios en aras de la composición. Las casas de Delft ocupan una pequeña parte del cuadro, dominado por los juegos de luces del río y del cielo encapotado. Las nubes de tormenta mantienen en penumbra las que quedan en primer plano, mientras las de detrás condensan toda la luminosidad de la escena. Estos contrastes confieren al cuadro su particular magnetismo. La vista de Delft que Vermeer contempló para realizar su obra no nos es ya accesible, hemos de contentarnos con ver la ciudad a través de sus ojos o de los de otros artistas que, antes o después, buscaron inmortalizarla. Sobre las obras de estos últimos, la de Vermeer parte con ventaja: él trata de captar la esencia de la ciudad, su luz, aquello que la caracteriza por encima de sus peculiaridades.


El escritor Marcel Proust confesó en una carta enviada al crítico Jean-Louis Vaudoyer, el 2 de mayo de 1921, que era el cuadro más bello que había visto en su vida. Podemos pensar que vio en Vermeer un espíritu afín. De tal modo fue así, que su pintor favorito pasó a ser un personaje más del proyecto literario que le ocupó los últimos años de su vida. Swann, el protagonista de “En busca del tiempo perdido”, dedica sus horas a escribir un ensayo sobre Vermeer que interrumpe y retoma en varias ocasiones a lo largo de las más de dos mil páginas de la obra. Pero es Bergotte, personaje que en la novela se nos presenta como un escritor afamado, quien más se acerca al sentido último de la pintura de Vermeer. Gravemente enfermo, Bergotte visita una exposición con la intención de contemplar el cuadro “Vista de Delft”, que ya conoce. Queda fascinado por un lienzo de pared amarillo en uno de los edificios. El fragmento se le antoja de una belleza absoluta. “Así debiera haber escrito yo”, se dice presa de un súbito mareo, “que mi frase fuese preciosa por ella misma, como ese pequeño panel amarillo”. Instantes después se recuesta en un canapé y fallece. El narrador se interroga entonces por el origen y el sentido de las obligaciones que se impone el artista, para concluir que parecen provenir de otro mundo fundado en el sacrificio, al cual retorna al morir : “No hay ninguna razón para que el artista ateo se crea obligado a volver a empezar veinte veces un pasaje para suscitar una admiración que importará poco a su cuerpo comido por los gusanos, como el detalle de pared amarilla que con tanta ciencia y tanto refinamiento pintó un artista desconocido para siempre, identificado apenas bajo el nombre de Ver Meer”. En la noche fúnebre de Bergotte, Proust imagina que sus libros velan como ángeles con las alas desplegadas, simbolizando la resurrección definitiva del escritor. La única posibilidad de salvación pasa por engarzar frases con devoción de orfebre, sin aguardar recompensa alguna.


Salimos de la iglesia después de cumplir con nuestra visita y echamos un último vistazo a la torre inclinada de la iglesia mientras pensamos en el trabajo afanoso de Vermeer, cifrado en un diminuto fragmento de pared amarilla, unas pinceladas del color del sol que Proust rescató y convirtió en palabras librando definitivamente al misterioso pintor del olvido. Afuera comienzan a caer las primeras gotas de lluvia. El cielo se prepara para destilar la luz particular que cautivó a Vermeer.

jueves, 25 de septiembre de 2008

NÁUFRAGOS

Robinson Crusoe fue mi primer libro. Hubo otros antes, pero no cuentan.

Mi condición de letraherido comienza con esa novela cuyo mágico título descubro ahora: “La vida y las extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe de York, marino”. Lo leí con diez años, en una edición juvenil que acabó con el lomo rajado a fuerza de relecturas. En la portada, un hombre maniobrando sobre una almadía, rodeado de gaviotas, se aleja de la embarcación que naufraga a sus espaldas. Me veo contemplando extasiado esa imagen, ritual repetitivo que precedía mi inmersión en la lectura.
Ignoro cómo llegó hasta mí, si fue un regalo de mis padres o de algún otro familiar que sabía de mi afición por los libros. Sólo sé que le di la bienvenida con la sorprendida gratitud con que Robinson, sabiéndose único superviviente, recibe los objetos que le trae la marea. La enumeración monótona de esos objetos se convierte desde las primeras páginas en una letanía hipnótica (“dos o tres sacos de clavos y escarpias; una gran barrena; dos docenas de hachas y una piedra de afilar…”). Robinson inaugura su nueva vida haciendo inventario de los utensilios que el naufragio le ha dejado. Al nombrarlos, hace suya la isla y da vida a los que serán sus fieles compañeros de aventura (“…dos o tres palancas de hierro; dos barriles de balas; siete mosquetes; otra escopeta de caza; una pequeña cantidad de pólvora y un gran saco de perdigones…”). Esas listas desnudas se repiten a intervalos a lo largo de la novela, como un inocente balance, para dejar constancia de las pérdidas y ganancias. Tras el naufragio, Robinson rescata una pequeña colección de libros, varios de ellos escritos en portugués. Cuando, sumido en la desesperación, trata de comprender su penosa situación, abre uno al azar (imaginemos cuál) y encuentra las siguientes palabras: “Nunca te dejaré, ni te abandonaré”, que interpreta como dirigidas a él por una presencia protectora. Treinta años después abandona la isla y elabora la última lista detallada de sus pertenencias, sin hacer constar ninguno de aquellos volúmenes, que se pierden misteriosamente en el transcurso de la novela.

Encontré a Robinson en el momento preciso, al igual que él a Viernes. Supongo que su inventario personal me resultaba cercano. Sin haberlo elegido, también yo me encontraba perdido en un sitio que no era el mío y sentía el desarraigo como un sordo dolor sin nombre. Podría pensar que el voluntarioso Robinson me señaló el camino, la senda oculta que encauzaba mi futuro. Ahora, releyéndolo, entiendo que el libro de Defoe no es una celebración de la aventura, ni una novela de iniciación al uso. Robinson no conquista la isla, que permanece inexplorada hasta el final, su descubrimiento es de otra índole. El naufragio obliga a Robinson a mirar en su interior. En la soledad no se encuentra más que lo que se lleva a ella. Algo que desconocía antes de naufragar le permite transformar su desesperación inicial en aceptación de un destino que finalmente no entiende. La ‘horrenda isla’ del principio acaba convirtiéndose en ‘mi isla’, aunque en realidad el territorio que Robinson conquista es el de su propio albedrío. Descubriéndose, se adueña de su destino para llegar a ser libre en la porción de tierra en que ha sido confinado. De modo que cuando, después de 28 años, 2 meses y 19 días de penurias, regresa a casa algo le impulsa a hacerse de nuevo a la mar, tal vez la intuición de que sus raíces viajan con él. Entiendo que algo de eso quiso comunicarme Robinson en aquella primera lectura, ya lejana.

Al devolver a su anaquel la novela de Defoe, me pregunto si alguna vez volveré a releerla y entonces viene a mí la imagen de aquellos libros escritos en portugués y perdidos para siempre en una remota isla del Pacífico, a la espera de otra voz que los convoque.

martes, 23 de septiembre de 2008

 
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ARTE DE LA FUGA by j. a. sánchez lorenzo is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.