lunes, 21 de diciembre de 2009

Marga Gil Roësset


‘Qué hermoso es el amanecer del último día’, escribió Marga Gil Roësset el 28 de julio de 1932, antes de disparar su pistola. Previamente, había intentado borrar a golpe de martillo todo vestigio de la actividad creativa que llevó a cabo durante sus veinticuatro años de vida. A Juan Ramón Jiménez, destinatario de su pasión frustrada, le confió el diario donde describía los motivos del suicidio. No creía en el amor correspondido y tuvo la mala fortuna de enamorarse de ese poeta del 27 que decía poseer una glándula secretora de infinito y declaraba sin rubor en uno de sus manifiestos estéticos: ‘¡Cómo me cansan todos los libros ajenos!’. Marga se disculpó con Zenobia por sentir lo que sentía, lamentando lo que hubiese podido llegar a hacer si su marido hubiese estado dispuesto. Olga Bauer le presentó al poeta en un concierto, tres meses atrás. A Zenobia ya la conocía y la admiraba por las traducciones de Tagore que leía de pequeña junto a su hermana Consuelo.

Aparte del diario y de una breve correspondencia, a Marga le han sobrevivido una decena de esculturas y unos cuantos dibujos, entre ellos los que compuso para ilustrar los cuentos que escribía su hermana (“El niño de oro” y “Rose de bois”), publicados cuando Marga contaba doce y trece años de edad, respectivamente. Uno de sus dibujos, que ilustra un cancionero para niños, guarda gran parecido con el personaje que más de una década después haría famoso a Antoine de Saint-Exúpery. Nadie sabe a ciencia cierta si fue el modelo que inspiró al impertinente Principito.

Quizá hastiada de su precoz talento, Marga cambió el dibujo por la escultura. Sus contemporáneos la describen con los brazos morenos y musculosos, heridos por las esquirlas que saltaban de las piedras que trabajaba. Era una mujer muy alta, de ojos grises y rasgos varoniles. Autodidacta e intuitiva, improvisaba sus obras sin apoyarse en bocetos. Con veintidós años, presentó a la Exposición Nacional una obra titulada ‘Adán y Eva’ que sorprendió por su intensidad dramática y la rara perfección de su factura.

Durante la guerra civil un obús cayó sobre el cementerio de Las Rozas destruyendo una sola tumba, la de Marga. Hay cosas que no son, pero que siguen siendo, dice en un verso su amiga Ernestina De Champourcin.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Los cuentos jeroglíficos de Horace Walpole


Un siglo antes de que Lewis Carroll escribiese para la niña Liddell las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, Horace Walpole dedicó a otra niña púber (en este caso la sobrina de Lady Ailesbury) su libro más extraño, titulado “Cuentos jeroglíficos”. Madame du Deffand, con quien se carteaba asiduamente, calificó el texto como la obra de un loco delirante.

Walpole, hijo de un primer ministro británico y primo del almirante Nelson, tuvo una discreta carrera política. Sus intereses iban más encaminados a las disciplinas artísticas. Los “Cuentos jeroglíficos” no son inferiores a las tan celebradas aventuras de Alicia; sin embargo, Walpole es hoy más conocido por ser el precursor de la novela gótica y por acuñar el término ‘serendipia’, que alude a esos hallazgos casuales tan frecuentes en el mundo de la ciencia. Sus innovaciones literarias fueron la extensión de lo que previamente había llevado a cabo en el campo de la arquitectura, convirtiendo su casa de Strawberry Hill en la parodia de un castillo gótico. En la prensa doméstica de ese castillo imprimió la primera edición de sus “Cuentos jeroglíficos”, compuesta por la respetable suma de siete ejemplares.

Los argumentos de los cuentos abundan en el absurdo y el sinsentido, en un derroche de imaginación que los hace parecer hoy tan frescos como hace más de doscientos años. Basta con reseñar el comienzo de uno de los relatos: ‘Había antiguamente un rey que tenía tres hijas, o mejor dicho, que habría tenido tres hijas si hubiese tenido una más, pues la primera de ellas, de un modo u otro, no había llegado a nacer nunca. Era, sin embargo, muy hermosa, tenía mucho ingenio y hablaba el francés a la perfección.’ Con este prometedor comienzo, Walpole pasa a relatar las dificultades del monarca para encontrar un heredero: ‘El rey, en efecto, insistía en que su hija mayor debía casarse primero y, como ésta no existía, era muy difícil encontrarle un marido apropiado.´ El relato nos brinda la aparición de un príncipe que, según explica Walpole, ‘habría sido el héroe más cumplido de su época si no hubiera estado muerto’. Imaginen los lectores las complicaciones inherentes a la unión entre una mujer que no existe y un hombre que ha dejado de existir. Remito a la lectura del libro para conocer de primera mano el desenlace.

(En cuanto a las motivaciones de Horace Walpole para entretener a la niña Caroline Campbell, los críticos apuntan teorías cercanas a las que manejan para justificar el interés de Lewis Carroll por las nínfulas)
 
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