viernes, 9 de enero de 2009

UNA NOCHE EN EL BALBOA


Mi padre me contó, sin darle importancia, que fue uno de los cien elegidos que asistió al concierto que Bill Evans dio en la sala Balboa de Madrid en 1979. Se trataba de una ocasión única, era la primera vez que el pianista tocaba en nuestro país. Y sería la última. Murió en 1980, a los 51 años. Una vida larga comparada con la de otros músicos de jazz.
Mientras mi padre me explicaba sus recuerdos también yo regresaba al Balboa para vivir ese momento mágico. Veía las manos de Bill Evans acariciando el teclado, la cabeza vencida sobre el instrumento con su habitual gesto de concentración. La música era lo único que le unía al público. En sus conciertos encadenaba un tema tras otro, sin molestarse siquiera en presentar a sus acompañantes. Tocaba obsesivamente un tema titulado “Suicide is painless”, como quien repasa una herida para comprobar su presencia. Arrastraba el suicidio reciente de su hermano y el de su mujer, años atrás. La música le mantenía vivo, esa música elegante que durante un tiempo le hizo pasar por pianista de salón, antes de que la crítica le reconociera como uno de los grandes.
En unas líneas escritas para el álbum “Kind of blue”, Bill Evans describe un arte visual japonés que se ejecuta con tinta y con un pincel especial sobre un tenue pergamino. Se trata de una disciplina que no admite elaboración previa, cualquier intento de corrección o duda en el trazo condena irremisiblemente el dibujo. Éste ha de ser fruto exclusivo de la espontaneidad. La idea se transmite en comunicación directa con las manos, sin pasar por la cabeza. Bill Evans compara ese arte con la música que grabó junto al grupo de Miles Davis, sin partituras ni ensayos previos, en uno de los discos más memorables de la historia del jazz.
Poco después abandonaría la sombra alargada de Miles Davis para formar su propio grupo. Mientras tocaba en el Village Vanguard de Nueva York como músico de la casa, gestó un formato de trío que hizo época, redefiniendo la sección rítmica habitual hasta ese momento. En su trío, piano, contrabajo y batería tocaban en igualdad de condiciones, entremezclando improvisaciones en una conversación continua. El ritmo estaba presente sin hacerse explícito, apenas insinuado por el roce de las escobillas en los platillos. ‘Ritmo interiorizado’, lo denominó Bill Evans. Su ejecución requería una compenetración perfecta entre los tres músicos. Seis manos y un solo cuerpo. Parte del mérito corresponde a Scott La Faro y a su innovador estilo con el contrabajo.
Once días después de la grabación de las históricas sesiones en el Village Vanguard, Scott La Faro perdía la vida en accidente de tráfico y Bill Evans se sumía en un lento proceso de autodestrucción que se prolongó durante los veinte años siguientes para culminar pocos meses después de su concierto en el Balboa. Durante esos años, trató de recuperar la magia de su primer trío, ese sonido inaugural al que contribuyó La Faro y que ahora escucho desde mi sofá, entre murmullos de fondo y aplausos de la gente que esa noche llenaba el local. Basta con cerrar los ojos para que me sienta uno más entre el público, cerca del piano de Bill Evans. Y de mi padre.

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