viernes, 7 de mayo de 2010

Bora-bora

Cada noche, antes de dormir, Víctor me pide que le lea las exóticas palabras escritas en su funda nórdica: Macondo; Haití y Bora-bora. El estampado de su ropa de cama, amarillo y azul, es una isla con su correspondiente mapa del tesoro. Las tres palabras se repiten varias veces en el dibujo, entre cofres, caracolas y aprendices de pirata. Víctor las busca afanoso en ambos lados de la almohada . Bora-bora le hace gracia y Macondo le suena a insulto. ‘Eres un Macondo’, me dice. Su voz me llega amortiguada desde debajo del edredón, donde suele aventurarse en busca de esa misteriosa geografía. Mientras las palabras que pronuncia cobran vida en su imaginación, la mía me transporta a la antigua casa de mis padres: me veo de pie, a mitad de camino entre mi cuarto y el salón. Cansada de vociferar mi nombre sin obtener respuesta, mi madre viene a buscarme para la cena y me encuentra agachado en el pasillo, leyendo un artículo de un diario caducado (¿caducan los diarios?) que ella ha distribuido por el suelo después de pasar la fregona, para que no lo pisemos. La sigo, sorteando las noticias, hasta llegar al comedor. Sentado a la mesa, mientras los demás se sirven ensalada, me esfuerzo en apartar la mirada de la etiqueta del envase que probablemente sólo habla de conservantes y colorantes. Lo más vívido es la sensación de apremio: sé que no entiendo lo que estoy leyendo pero no puedo dejar de leer. Y así hasta hoy.

lunes, 3 de mayo de 2010

Aquí. Hoy

Yo no hubiera querido que la vida me regalara esta historia…la historia de un poema encontrado en el bolsillo de un hombre asesinado…Pero ¿qué queda de la vida cuando uno no la recuerda ni la escribe? Con estas palabras comienza Faciolince su libro ‘Traiciones de la memoria’. El hombre al que se refiere es su padre, asesinado en Medellín por motivos políticos, y el poema un soneto de Borges titulado ‘Aquí. Hoy’ y cuyo primer verso dice: ‘Ya somos el olvido que seremos’.

El caso es que el poema no aparece en las obras completas de Borges, ni en ningún otro de los libros que las complementan. Faciolince se lo entrega a reputados especialistas que lo juzgan apócrifo, entendiendo que es demasiado evidente. Se parece tanto a un poema de Borges, argumentan, que no puede ser suyo. Los hechos que Faciolince relata a continuación, sus peripecias en busca de la verdad recuerdan por momentos el clásico de A.J.A. Symons ‘En busca del Barón Corvo’. Su aventura transcurre en diversas ciudades: París, Berlín, Mendoza, Iowa, Porto Alegre. Con el auxilio de una misteriosa benefactora experta en investigar rarezas desde su casa de Finlandia, en mitad de la nada, en medio de la nieve y de la niebla, a través de librerías de viejo, hemerotecas, llamadas telefónicas que le deparan pistas falsas e interrogatorios a testigos del pasado, va recuperando las diversas piezas del puzzle que no acaban de encajar hasta las últimas páginas. Por el camino, se hace con un rarísimo cuaderno publicado por Ediciones Anónimos con cinco sonetos inéditos de Borges, entre ellos el que su padre llevaba en el bolsillo cuando murió.

A lo largo del libro, para justificar la injustificable pérdida del poema copiado de puño y letra de su padre, Faciolince se empeña en recordarnos que la verdad suele ser confusa, que es la mentira la que tiene siempre los contornos demasiado nítidos. ‘Soy un olvidadizo, un distraído, a ratos un indolente. Sin embargo, puedo decir que gracias a que he tratado de no olvidar a esta sombra, mi padre… me ha ocurrido algo extraordinario: aquella tarde su pecho iba acorazado solamente por un frágil papel, un poema, que no impidió su muerte. Pero es hermoso que unas letras manchadas por los últimos hilos de su vida hayan rescatado, sin pretenderlo, para el mundo, un olvidado soneto de Borges sobre el olvido’.



AQUÍ. HOY

Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán y que es ahora
todos los hombres y que no veremos.
Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y del término, la caja,
la obscena corrupción y la mortaja,
los ritos de la muerte y las endechas.
No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre;
pienso con esperanza en aquel hombre
que no sabrá que fui sobre la tierra.
Bajo el indiferente azul del cielo,
esta meditación es un consuelo

miércoles, 10 de marzo de 2010

Cuestiones de trámite

Le dijeron al reo que tenía el derecho de una última voluntad, pero él contestó que pasaba porque no se pondrían de acuerdo.

(Pere Calders)

viernes, 5 de marzo de 2010

Vila-Matas en Dublín

La última novela de Enrique Vila-Matas es, al parecer, un homenaje a la ciudad de Dublín. Sospecho desde hace tiempo que los títulos de los libros de Vila-Matas son algo más que simples títulos. Nombran el texto, como todos, pero cumplen otra función añadida. Así como los intérpretes de la Cábala buscan una combinación de letras que les depare el conocimiento, me ha dado a mí por buscar en los títulos vilamatianos una lectura paralela de su obra. En eso me he ocupado estos días de alerta meteorológica en los que tengo muy presente la inquietante identidad que revela el nombre del autor, leído en sentido inverso: SATAM ALIVE. Esta coincidencia me ha llevado a barajar los títulos de sus novelas en busca de cadáveres exquisitos.

Se trata de títulos con vocación de nomadismo: desde Barcelona, la ciudad nerviosa, hasta Veracruz, pasando por París, que no se acaba nunca. El viajero que transita por sus líneas es un hijo sin hijos, un soltero empedernido vestido de domingo, un paciente explorador de abismos. Perder países es su empeño. Uno llega a pensar que tal vez no haya salido nunca de su casa, limitándose a viajar por las páginas ajenas y haciendo suyas las palabras de sus autores predilectos. Extraña forma de vida.

De momento, una casual combinación de los títulos de los libros de Vila-Matas me ha deparado este curioso acróstico publicitario:



Lejos de Veracruz
El mal de Montano
El viajero más lento

Doctor Pasavento
Una casa para siempre
Bartleby y compañía
La asesina ilustrada
Impostura
Nunca voy al cine
El viaje vertical
Suicidios ejemplares
Al sur de los párpados

domingo, 21 de febrero de 2010

Benjamín Prado - Alberto Caraco



1. Ser un escritor comprometido es serlo en segundo lugar con la política y en primer lugar con la propia escritura. Y no hay revolución que tenga la más mínima relevancia si no ha empezado por ser una insurrección contra el lenguaje, contra lo ya conocido o lo evidente.
(Benjamín Prado. Siete maneras de decir manzana)

2. Nuestras revoluciones son puramente verbales y cambiamos las palabras para tener la ilusión de que cambiamos las cosas
(Alberto Caraco. Breviario del caos)

sábado, 13 de febrero de 2010

El desierto alucinado de Annemarie Schwarzenbach



No he aprendido muchas cosas nuevas, pero lo he visto todo, lo he experimentado todo en carne propia, confesaba Annemarie Schwarzenbach durante su estancia en Afganistán. La suerte que la había protegido en sus viajes por Oriente Próximo al volante de su Ford, la abandonó mientras descendía una cuesta camino de Saint-Moritz. El seis de septiembre de 1942, durante un paseo, se cruzó con una amiga que iba en bicicleta. Intercambiaron unas palabras, Annemarie le prestó su coche de caballos a cambio de la bicicleta y se alejó pedaleando. En una cuesta pronunciada se soltó de manos, perdió el control y salió despedida por encima del manillar golpeándose la cabeza con una roca. Su cuerpo herido junto a la carretera encontraba por fin su destino de ángel devastado. El apelativo corresponde a Thomas Mann, quien en una sobremesa sentenció, mirándola a los ojos: ‘Si usted fuera un hombre, debería ser declarado excepcionalmente hermoso’.

Annemarie era amiga de los hijos del novelista, Klaus y Erika. Para ellos era ‘la Princesa Miro’. Klaus fue su compañero de adicciones y Erika un doloroso amor contrariado. En la noche luminosa de Berlín, mientras el Parlamento ardía, Annemarie se desplazaba en un Mercedes buscando a Mops, su proveedora de morfina, como una sonámbula ajena al curso de la Historia. Había llegado a Berlín huyendo del opresivo ambiente familiar. La rama materna de la familia estaba emparentada con los Von Bismarck; los Schwarzenbach habían consolidado una inmensa fortuna con la industria de la seda. Durante su adolescencia, las rarezas de Annemarie la llevaron a la consulta del doctor Carl Jung. No encontró en el diván la paz anhelada. Annemarie buscaba un lugar donde perderse, 'una orilla que la devolviese a la infancia, a la tierra prometida'. Probó suerte en los paisajes narcóticos de Oriente. 'El oeste era el desierto, la infinita soledad del amanecer, la espinosa estepa de la conciencia'. Ebria de haschisch, describió en sus libros valles solitarios y desiertos de pesadilla. Contrajo matrimonio con un ambiguo secretario de la embajada francesa en Teherán. Las drogas y la literatura eran un resquicio en el burocrático hastío de la diplomacia. Se enamoró de una joven tuberculosa llamada Yalé, a quien rindió homenaje en su libro “Muerte en Persia”.

Junto a un estanque alargado, Annemarie recorrió el palacio de Cihil Sutun, que en afgano significa ‘cuarenta columnas’. Le sorprendió hallar sólo veinte. Extrañada, cruzó hasta la otra orilla de la corriente y divisó desde la lejanía las veinte columnas y su perfecto reflejo en el agua. En afgano, le dijeron, cuarenta significa una cantidad infinita. 'No me sentía preparada - escribe Annemarie-, para enfrentarme a la yerma vastedad asiática, cuya inmensidad, espanto, conmovedor despliegue de colores y férreo poder de destrucción no lograba calibrar... Sólo podemos llamar hogar a un espacio muy reducido.'

Tras su muerte, el nombre de Annemarie Schwarzenbach acabó siendo sólo un recuerdo en un libro de Carson McCullers. La escritora le dedicó su novela “Reflejos en un ojo dorado”. Cuando se conocieron en Nueva York, se enamoró de ella sin ser correspondida. Los manuscritos de Annemarie que no fueron quemados por su familia permanecieron ocultos hasta que un estudioso suizo, en los ochenta del pasado siglo, los rescató del olvido.

sábado, 16 de enero de 2010

Detalles

'El 28 de marzo de 1941 Virginia Woolf se llenó los bolsillos de piedras y se metió en el río Ouse. Su marido, Leonard Woolf, era obsesivamente puntilloso y había llevado un diario durante toda su vida adulta en el que apuntaba los menús cotidianos y las millas recorridas en coche. Aparentemente, nada cambió el día que su mujer se suicidó: anotó las millas recorridas por su coche. Pero ese día el papel quedó oscurecido por un borrón, escribe su biógrafa, Victoria Glendinning, "una mancha de un marrón amarillento que luego se frotó o secó. Podría ser té o café o lágrimas. Es la única mancha en todos los años de limpias anotaciones en el diario".'

(James Wood. Los mecanismos de la ficción)

jueves, 14 de enero de 2010

Sólo para fumadores


He comenzado el año leyendo las 'Prosas apátridas' de Julio Ramón Ribeyro, uno de esos cajones de sastre que acaban definiendo a su autor mejor que cualquier otro texto. Ahí va una muestra de su particular sentido del humor:


'Costumbre de tirar mis colillas por el balcón, en plena Place Falguière, cuando estoy apoyado en la baranda y no hay nadie en la vereda. Por eso me irrita ver a alguien parado allí cuando voy a cumplir este gesto. "¿Qué diablos hace ese tipo metido en mi cenicero?", me pregunto.


(La adicción de Ribeyro a la nicotina se narra en otro cuento delicioso titulado, precisamente, 'Sólo para fumadores' y editado recientemente por menoscuarto. Por supuesto, los no fumadores también disfrutarán de él)
 
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