Víctor estaba jugando esta mañana a encontrar palabras con la letra L. Mientras levantaba una torre con las piezas del lego iba entrando y saliendo del cuarto para informarme de sus hallazgos.
‘Lata también lleva L’, ha dicho mientras cogía más piezas de colores del tambor de cartón. De repente, se ha detenido en la palabra
luna y ha empezado a deletrearla vocalizando lentamente. Luego ha dibujado las letras de la palabra en su pizarra dejándose guiar por los sonidos que pronunciaba en voz baja. Escrita la palabra, ha seguido el camino inverso deteniendo un dedo en cada letra y pronunciándola acto seguido con una sonrisa de satisfacción. En ese trayecto de ida y vuelta se ha entretenido un buen rato. Enfrascado como estaba en la tarea, mi interés le ha pasado desapercibido. Ha estado probando su recién adquirida habilidad con diferentes palabras
(loro, pala, lila) hasta que, cansado, ha dejado la pizarra sobre la mesa y se ha vuelto a concentrar en la construcción de la torre de colores.
Supongo que para él el descubrimiento de ese misterioso atajo no revierte mayor importancia. No puede ver aún (o tal vez sí, su sonrisa de felicidad le delataba) las posibilidades infinitas de esos curiosos signos que desde hace un tiempo despiertan su atención, el vértigo combinatorio de las palabras y su poder de evocación. Es sólo un nuevo aprendizaje, me he dicho. Todos los niños empiezan a escribir a cierta edad. Sin embargo, he pasado el resto de la mañana rebuscando entre mis libros. Eligiendo, imagino, futuros anzuelos para su curiosidad lectora.