domingo, 12 de octubre de 2008

TO BIX OR NOT TO BIX


León ‘Bix’ Beiderbecke nació el 10 de marzo de 1903 en Davenport (Iowa), un puerto del Mississipi a mil seiscientos kilómetros río arriba de la cuna del jazz. Se crió entre campos de maíz, lejos de los pasacalles y de las bandas de metal que acompañaban los entierros en el mítico barrio de Storyville. Las crónicas le describen como un chico orejudo y malhablado con talento para la música. La vocación le vino de su abuelo, director de una sociedad coral a finales del siglo diecinueve. A los siete años inició estudios de piano. Por esa época el ‘Davenport Chronicle’ publicó un artículo que ponderaba la habilidad del pequeño Bix para tocar de oído. Sus padres soñaban con un futuro pianista de concierto pero Bix era incapaz de aprender solfeo. Ni en sus años de madurez (si ese término puede aplicarse a alguien que murió a los 28) logró aprender a leer música con fluidez.

En torno a 1918 sucedió algo que cambió su vida: su hermano mayor entró en casa un gramófono Columbia con grabaciones de la ‘Original Dixieland Jazz Band’. Se le metió en las venas esa música desenfadada y pegadiza que traían los barcos fluviales que llegaban a la ciudad. En plena fiebre, reunió a su familia y les comunicó que abandonaba los estudios de piano para dedicarse al jazz. Sus padres, con buen criterio, le comunicaron a su vez que procedían a internarlo en la academia militar Lake Forest para hacer de él un hombre de provecho. Obedientemente, Bix ingresó. Dado que prefería las cornetas que tocaban en los locales nocturnos de la vecina Chicago a la que daba el toque de queda en el cuartel, no tardó en ser expulsado y devuelto a casa. El viaje no fue en balde. El sonido frío de los músicos de Chicago influyó de forma decisiva en su estilo, más suave y sosegado que el de los negros de Nueva Orleáns.

Con veintiún años ya era la estrella de los Wolverines, un grupo que tocaba en locales del medio oeste. En el saxofonista Frankie Trumbauer encontró su complemento ideal. El espigado y lacónico Trumbauer junto al pequeño y parlanchín Bix, que se metía en todos los charcos y sentenciaba sin rubor, ante quien quisiera oírlo, que Proust perdía con las traducciones. Juntos tocaron en algunas de las mejores orquestas comerciales de la época. Los solos de Bix, encorsetados por el sonido global de la orquesta, no lograban remontar el vuelo. Encerrado entre partituras, el muchacho de Iowa no se sentía libre. Era en los grupos pequeños donde daba lo mejor de sí. Ocupando el escenario con una pose de estudiada despreocupación, iniciaba una vez tras otra su relajado fraseo que a Eddie Condon se le antojaba semejante a ‘una chica diciendo sí’. Su sonido, brillante como una moneda nueva, estaba en las antípodas del estilo sucio y desenfrenado que encumbró a Louis Armstrong. A Bix no le interesaban la sordina, el vibrato, ni las acrobacias. Prefería elegir las notas una a una, cuidadosamente, como si seleccionara granos de café, para luego lanzarlas con una ataque firme desde el pabellón de su corneta.

Durante el periodo 1925-1929 grabó una serie de temas que se convirtieron pronto en referentes del jazz clásico. Quienes escucharon su música sostienen que el sonido plano de esas grabaciones primitivas, realizadas con un solo micrófono, empaña la textura sonora y las sutilezas de la obra de Bix. Pero es lo que nos queda de él, y no es poco. El seis de agosto de 1931 una neumonía, complicada por el alcohol y los excesos, acababa con su vida en la ciudad de Nueva York.

Para entonces, su interés por la música seria le había llevado a un callejón sin salida. Inspirándose en Debussy, había elaborado una serie de improvisaciones basadas en la expansión de la armonía convencional, empleando escalas y acordes de tonalidades infrecuentes en el jazz. Pero sus limitados conocimientos de solfeo le impedían trasladar al papel las ideas que bullían en su cabeza. Apenas dejó un puñado de composiciones para piano, entre ellas la sugerente ‘In a Mist’.

Hay quien piensa que le hubiera ido mejor de haber estado más dotado, o de haberlo estado menos. Su afán era lograr un sonido puro de claridad absoluta, el perfecto equilibrio entre emoción y lógica. Al final de esa búsqueda, la inspirada espontaneidad de su corneta y la disciplina estructural de la música clásica se fundirían en un sonido nuevo con lo mejor de los dos mundos. Pero Bix se quedó en el camino. Murió sin saber que, en realidad, la música seria que pretendía ya había quedado grabada en los surcos de pizarra de los discos que registraron sus memorables solos de corneta.

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